16 enero 2006

Un Día Cualquiera -- Capítulo 7

Cuando me recuperé de la impresión examiné el cuerpo y cogí la porra que llevaba. No creía que fuese a ser muy útil, pero era reconfortante tener un arma en las manos. Una idea me vino a la mente. Necesitaba armas. Armas de fuego o cortantes. Con ese pensamiento salí de la tienda.

Sólo encontré una tienda que pudiese tener algo que me fuese útil. Era una tienda donde vendían diversos objetos, entre ellos armas de fogueo y espadas. Por suerte, no tenía persiana metálica, aunque la puerta estaba cerrada, así que busqué algún objeto pesado para romper la puerta de cristal. Otra vez encontré como aliado a un extintor y, utilizando todas mis fuerzas, lo lancé contra la puerta. Esperaba que rebotase, pero en lugar de eso la puerta se rompió en pedacitos que se desmoronaron como granizo.

¡TRIIIIIIIIIIIIIING! ¡La alarma! No había caído en ese detalle. Un pensamiento me vino a la cabeza: ¿Los muertos escuchan? Azuzado por esta idea, me introduje con velocidad en la tienda. Empecé a buscar rápidamente con la vista objetos que me sirviesen, posándose mis ojos en las espadas. Sabía que la mayoría servían más como garrotes que como espadas, pero quizás las katanas que se exhibían pudiesen serme de más utilidad. Cogí el daisho que me parecía más aceptable (el wakizashi hasta parecía afilado) y me puse a buscar entre las armas de aire comprimido. Evidentemente no eran armas de verdad, pero al menos podrían servirme para aturdir o para dar el pego. Fui fijándome en las que parecían tener mayor potencia y al final cogí un subfusil y una escopeta, y, después de coger unos prismáticos y un machete que me até en la pantorrilla, salí de la tienda.

Una vez fuera me dirijí hacia la puerta de salida del centro comercial, pero antes vi que me esperaba una desagradable sorpresa...

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